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Perfumo por Perfumo: las mejores anécdotas del Mariscal

Roberto Alfredo Perfumo resultó ser uno de los máximos exponentes de una generación maldita del fútbol argentino, la de los de los grandes jugadores de la década del ’60 que, siendo inocentes, pagaron el duro precio impuesto a la selección tras el fracaso de Suecia 1958. En condiciones de desprotección organizativa, psicológicamente colonizados por el mito de la superioridad europea desencadenado por la traumática experiencia del 1-6 ante Checoslovaquia en Malmö, Perfumo y grandísimos futbolistas de su época, desde Silvio Marzolini a Ermindo Onega, no lograron nunca capitalizar el éxito que la representación albiceleste iba a generar a partir del Mundial de 1978.

“Cómo quemaba jugadores la selección, era una cosa asombrosa” me contaba hace unos años, en un café en la esquina de Radio Nacional, cuando lo consulté enfrascado en la preparación de un libro sobre los partidos más trascendentales de la selección argentina en los mundiales. “Era un descalabro total de organización. No se entrenaba, no se preparaban las cosas, no estábamos entrenados con la garra, las ganas, el entusiasmo que se precisaba. Las organizaciones nuestras en los seleccionados fueron lamentables, a la hora de entrenar comíamos, a la hora de comer entrenábamos, íbamos en dos aviones porque se olvidaban de sacar los pasajes, llegábamos al hotel y no había reservas. El fútbol argentino tuvo una generación perdedora, frustrada. Los dirigentes de nuestro tiempo nunca entendieron la importancia de la selección. Hasta que no vino (César) Menotti, nadie le daba bola”.

“Nuestro tiempo” era, para Roberto, medio siglo atrás. En 1966 y contra su propia incredulidad, Perfumo fue el primer marcador central titular de la selección en el Mundial de Inglaterra: en esa condición jugó los cuatro partidos, hasta el ya legendario encuentro de cuartos de final contra los locales, en Wembley.

“Yo lo jugué muy tranquilo, sin saber por qué, la verdad, siempre salía a jugar en cualquier cancha y no sentía miedo ni nada. Lo que no quería era hacer las primeras jugadas con dudas, porque después tenés al contrario encima y complicado. Wembley es como un templo del fútbol, como entrar en San Pedro. Un estadio fantástico, la cancha con césped amortiguado, blando, que no nos hacía bien, acostumbrados a jugar en cancha dura. Había un cierto clima antes del partido. el público no se portó bien, pero tampoco fue decisivo”.

Tras la polémica expulsión de Antonio Rattin, vino el gol que definió el partido. “Hurst era muy fuerte, muy rápido, un tipo de insistir en el área. Creo que me faltó distancia para cabecear, yo no era un buen cabeceador, nunca lo fui y el tipo me cabeceó, cuando la pelota me pasó dije ‘gol, la puta que lo parió'”, recordaba el Mariscal, y agregaba: “No creo que haya sido un partido de tantas diferencias futbolísticas; quizá fuera el clásico de más odio, por la colonización, las invasiones inglesas, las Malvinas, pero yo no lo jugué así”.

Perfumo siguió pagando el precio hasta el Mundial de 1974, el segundo que jugó y en el que sufrió la desgracia de convertir un gol en contra, con Italia.

“Nosotros siempre hemos pagado un precio por el desorden, no sólo en el fútbol, nos caracterizamos por dar esa ventaja, más que nada por petulancia -reflexionaba-. Las veces que se hicieron las cosas más o menos bien, salimos campeón del mundo.”. Solo que a él esa época le llegó tarde.

Jugar al fútbol

Poco después del Mundial de Francia y con la colaboración del inolvidable Eduardo Rafael, Perfumo produjo uno de los libros que mejor han sintetizado el conocimiento sobre el deporte más popular: “Jugar al fútbol” (Perfil Libros, 1998). Un extraordinario manual que apela a los apuntes biográficos para conformar una síntesis exquisita de saberes relacionados con el juego, que el Mariscal forjó durante su desempeño como futbolista y consolidó en su tarea como entrenador. Luego llegarían el comentarista -uno de los mejores a la hora de radiografiar en pocas palabras lo que sucedía en la cancha- y el funcionario.

“Cuando era pibe, ser futbolista significaba todo porque era lo único que quería ser -escribió Perfumo en ese libro- Lo único que me interesaba. Lo único en que pensaba. Además, era lo único a que se jugaba en un barrio lleno de potreros, dónde apenas alcanzaba la guita para morfar, sin TV, sin luz eléctrica, sin asfalto, en épocas en que los juguetes los hacíamos nosotros: el dinenti con carozos de duraznos, el balero con latitas de conserva, la pelota con una media de mujer rellena de papeles apretados (.) A aquel barrio, mi barrio, no le faltaba nada. Por eso, cuando llegaba el agua marrón oscura de la inundación, nos autoevacuábamos en el convento de Don Bosco y jugábamos a la pelota adentro de la iglesia. Y hasta Jesús nos devolvió más de una vez, con un cabezazo, algún pelotazo largo.”

Para Perfumo había que ser “malo para ser bueno jugando al fútbol”. Pelé le aconsejó a Maradona que fuera malo para defenderse de la maldad de los contrarios. Lo hizo en una conferencia que dio en 1979 en Buenos Aires. “Pelé tenía la maldad incorporada a su bagaje técnico (.) Una sola vez fui bueno y perdí. Fue en el último clásico contra Boca que jugué con la camiseta de River. Llegó el Chino Benítez a la puerta del área con la pelota y todavía no me explico por qué no lo reventé. Tal vez porque era el Chino, que lo conocía de Racing cuando era pibe. No sé. Lo cierto es que fui solo a la pelota, en vez de ir a las dos cosas: a la pelota y al hombre. Y eso que conocía la ortodoxia a la perfección. En situaciones como ésa hay que trabar la pelota y a la vez chocarlo con el cuerpo. Esa vez me equivoqué: el Chino pasó y fue gol. Nunca me perdoné esa boludez”.

Contra todo lo que se piensa hoy, Perfumo afirmaba que “mejorar continuamente la técnica individual es la única forma que tiene un futbolista de aumentar su patrimonio, de hacerse más rico en técnica y en dinero. Necesita tener la constancia suficiente para quedarse a practicar después de que terminó el entrenamiento general. Cuesta, pero es el único método que existe para ser realmente un mejor jugador, La práctica es lo único que hace aflorar el talento”.

Sus mayores alegrías como futbolista “fueron tres: cuando le ganamos al Celtic de Escocia la Copa Intercontinental y cuando con River, en el ’75, ganamos primero el Metropolitano y enseguida el Campeonato Nacional. Lo de Racing fue inolvidable porque lo disfrutó el país (menos la hinchada de Independiente). Lo de River fue también muy emotivo. Conseguimos enterrar una mala racha que ya sumaba dieciocho años”. Pero también vivió momentos de extrema amargura. “Todos los futbolistas tenemos algún partido que quisiéramos olvidar. Yo lo tuve en la cancha de Boca en 1969, cuando empatamos 2-2 con Perú y la Selección Argentina quedó eliminada del Mundial de 1970, en México. Lo cierto es que aquella vez sentí ganas de dejar el fútbol, de irme lejos dónde nadie me conociera”.

Un puñado de anécdotas para el final:

“Cuando jugaba en Racing y entrenaba casi todos los días en el estadio, me guiaba por los carteles de publicidad. Sin mirar tiraba la pelota y decía: ‘en Fernet Branca está Cárdenas, en Renomé, Maschio; en Cinzano, el Toro Raffo. Les ganaba un tiempo a todos porque no apuntaba para pasar la pelota, tenía el registro interno de toda la cancha de Racing; es como el registro interno de la casa de uno dónde podemos entrar y movernos con los ojos cerrados, porque tenemos calculado dónde está todo”.

“El instinto, los reflejos del jugador son también permanentes. Mi esposa suele contar una anécdota muy singular que nos ocurrió en Mar del Plata. Estábamos en la playa y yo, parado, pisaba una pelota de plástico. Ella vino por atrás, yo no la ví, y me pateó la pelota. Instintivamente, por reflejo nomás, en una décima de segundo giré le di una patada y un codazo”.

“Una sola vez nos encontramos con Diego (Maradona) dentro de una cancha. Fue en 1977. El venía llegando al fútbol profesional y yo me estaba yendo. Todavía no había cumplido los 18 años y ya mostraba el talento que después de desarrolló. Recuerdo que en una jugada me tragué el amague y cuando me iba a pasar, le pegué un muslazo. Diego me miró como reprochando el golpe y yo le dije: ‘¿Qué te pasa, mocoso?’. Cada vez que lo veo esa jugada reaparece porque pienso que debe ser el único recuerdo que tiene de Perfumo como jugador. En cambio, a mí me quedó de Diego esta impresión: no es un jugador de fútbol, es El Fútbol”.

Por Pablo Vignone