Chubut Para Todos

Macri entre tiburones Por Roberto García

Además de lidiar con la CGT y empresarios, la interna también acecha al Gobierno.

Mauricio Macri es Santiago. Al menos así se representa por conocer quizás la historia del pescador de Hemingway y por compartir el mismo milagro y peripecia. Aquél, “el viejo” del mar, cuando nadie confiaba en sus destrezas y fortuna, tuvo la bendición repentina de capturar un gigantesco pez espada luego de tres días de lucha. Vano triunfo: a Santiago luego lo mortificó una recua de tiburones que le acosó el bote hasta comerle la presa y dejarle sólo el portentoso esqueleto como recuerdo. Una frustrante y amarga parábola que se compara con la de Macri, quien se favoreció al empoderarse del Estado como el viejo pescador con el marlín y ahora, en la dolorosa segunda parte, padece el repetido acoso de una multitud de bocas que reclaman porciones de la ansiada pieza bajo su custodia, dispuestas a despedazarla como en la novela. Así percibe el mandatario las crecientes demandas de gremialistas, obreros, indigentes, empresarios, curas, universitarios, semialfabetos, desocupados, ocupados, todos de sexos y colores diferentes, también religiones, necesitados o aprovechados, originarios o foráneos, amigos o enemigos. En esta metáfora sobre el viejo y el mar no difieren los protagonistas, sí la grandiosa capacidad del Estado en relación con el pez espada: uno extingue su cuerpo con las mordidas, desaparece; en cambio, el sector público soporta el acecho predatorio, posterga su liquidación, se sostiene cada vez más débil. La Argentina.

En su viaje a la turística Semana Argentina en el Vaticano con actos, empanadas, canonizaciones, fútbol y abultadas presencias (salvo la forzada ausencia del jefe de Gabinete, Marcos Peña, al que consideran cismático como a su mentor, Jaime Duran Barba, como si entre los dos sumaran cien gramos de Lutero), Macri reconocía lo tortuoso de convivir con los propios más que con los ajenos. Puede entender a los tiburones por el bono salarial, el reclamo de organizaciones sociales postergadas, hasta el interés empresarial por un tipo de cambio más alto, pero le cuesta absorber la fronda de su entorno, las salvajes rivalidades de su equipo –aunque él, en Socma, siempre alentaba esas discrepancias–, el terremoto Elisa Carrió o las extravagantes aspiraciones de los radicales.

Hasta se desalienta con el incordio de su mesa chica, ya menos influyente y dispersa: Carlos Grosso ofrece un humor de género que no cae bien en el núcleo Awada, Nicolás Caputo dice que tampoco agrada por ser el único critico en el dócil universo del “sí, Mauricio”, y Ernesto Sanz casi ni asiste a las deliberaciones. Más tensa vida transcurre en el gabinete económico, con celos y divergencias entre la estrella Prat-Gay, el técnico Sturzenegger y otros profesionales de la vieja guardia macrista. Obvio: pelean, echan culpas; a pesar de las refriegas, los números no dan.

Prat-Gay –quien ha logrado que una revista de flaco contenido lo designe como “el mejor ministro de economía del mundo”, gratis, se supone– seduce a Macri por ciertos contactos internacionales, como antes Susana Malcorra con Obama. Sobre todo en las cortes europeas, del rey de España a Máxima de Holanda. Vínculos de estudio con uno y, con la soberana, además de relaciones familiares por el negocio del azúcar, se conocen por cursos compartidos en la UCA en tiempos de juramentos juveniles. El ministro adquirió años más tarde, en finanzas, un peso superior que le transfirió el capital de su reina contratante en el círculo Bilderberg, Amalia de Fortabat, a quien sirvió con esmero y por lo cual fue premiado generosamente, según una heredera del grupo.

A Macri le encantan estos roces, también a su esposa (quien comparte con Máxima el abominable gusto por las sandalias a toda hora y cultivan ambas el anoréxico estilo Letizia de España), orgullosos de que otra dama de su entorno sea más amiga de Máxima que el ministro, una pimpante señora que está enlazada con uno de los abogados cercanos al mandatario, apodado como un personaje animado de Disney.

Dificultades. Tanto clima de revista Hola alivió fricciones esta semana, pero el drama interno del disenso en economía anticipa crisis, no hay seminario de empresas que lo oculte: se avecina un último trimestre complicado. Y no todos gozan de las comisiones formidables que se cobran por los préstamos que recibe el país.

Aunque fuera una reparación necesaria en lo personal, en lo político tampoco se agradece la vuelta de Gómez Centurión a la Aduana. Sólo confirma la chapucería de su desplazamiento por orden del Presidente. Ahora Elisa Carrió, quien reivindicó al ex militar, lo vive como un triunfo, pero fue la mano de un juez la que facilitó el regreso: siempre es buena una Justicia amigable, aun para un gobierno que se solaza acusando de corruptos a la mayoría de los magistrados.

No se sabe si Gómez Centurión volverá con sus procedimientos estilo Elliot Ness, si conservará la asistencia de operadores enemistados con Macri o si habrá aprendido a no tocar cables inconvenientes, como él mismo confesó cuando lo despidieron. Seguramente debe haberse graduado en ductilidad –recordar que desapareció de escena cuando le prometieron la reincorporación– y en consecuencia dormirán tranquilos personajes como su verdugo Patricia Bullrich, Stiuso, Majdalani, empresarios de aeropuertos y depósitos fiscales, dueños de laboratorios, radicales de primera línea, la barra brava de Boca y hasta Daniel Angelici, quien se fue de vacaciones para no asistir al homenaje a Bianchi en solidaridad con Mauricio.

Semejan farsas estos episodios. Como la rebelión ética del radicalismo, que se queja para requerir más cargos en el Gobierno: no les alcanzan los casi 300 cargos que obtuvo Sanz en la negociación. Exigen otra cuota, como si hubieran ganado, y no reconocen que los últimos nueve embajadores que designó Malcorra –por señalar un ejemplo– son, como la señora y su esposo, afiliados en la centenaria UCR. Bestias de mar que, sumadas al peronismo voraz, muerden al pez espada que Macri intenta arrastrar a la costa. Hay riesgo de que no quede nada, como en la novela de Papa.

Por Roberto García – Perfil