El drama del submarino ARA San Juan empujó a un alejado segundo plano la comidilla política de la semana: las confesiones de Alejandro Vandenbroele en los Tribunales Federales, que perjudican a Amado Boudou e involucran al banquero Jorge Brito en el caso Ciccone; la fumata blanca con los gremios sobre la reforma laboral que en los últimos días se ha oscurecido; los acuerdos fiscales con los gobernadores).
Con el transcurrir de los días la expectativa y el desasosiego sobre la suerte de la nave y sus 44 tripulantes se fueron deslizando implacablemente, primero hacia la desesperanza para desembocar finalmente en desesperación cuando la Armada dio a conocer, siete días después del último contacto con el submarino, que “una anomalía hidroacústica” registrada en la zona que surcaba el ARA San Juan era “consistente con una explosión” y desde la misma fuente se dejó saber que ”están todos muertos porque la explosión fue entre los 200 y mil metros de profundidad hace una semana, ocho días”.
Las familias de los tripulantes que venían siguiendo la búsqueda desde instalaciones de la Marina en Mar del Plata estallaron y descargaron su ira contra la jefatura naval, sospechando que en ese ámbito se había retenido y ocultado información así como que el arma no había reaccionado con velocidad y eficiencia tras los primeras señales de un percance y la ulterior incomunicación.
También hubo críticas contra las autoridades políticas.
En rigor, el Presidente no le sacó el cuerpo a la desgracia: reclamó acción y se reunió el fin de semana (cuando ya crecía el nerviosismo) con las familias que aguardaban en Mar del Plata. También se presentó el miércoles 22, cuando las ilusiones decaían, en el comando naval junto al ministro de Defensa, Oscar Aguad, para pedir explicaciones sobre la búsqueda y sobre los motivos por los cuales el arma no transmitió oportunamente a las autoridades políticas las dificultades sufridas por el submarino. Esa crítica presidencial (que no casualmente trascendió y probablemente es el prólogo de acciones) sin duda alimentó los cuestionamientos de los familiares y su convicción de que también a ellos se les había escamoteado información.
Aunque parece improcedente culpar a la actual autoridad política por esta desgracia (el desinterés por la defensa y el olvido presupuestario del sector militar llevan años), puede suceder que las grandes conmociones sociales afecten con fuerza a los gobiernos, unas veces para debilitarlos, otras ofreciéndoles la posibilidad de expresar constructivamente un estado de ánimo colectivo en un momento delicado. El gobierno tiene ante sí el desafío.
Queda dicho que no es el único. La celebración del último fin de semana por los acuerdos que parecían consolidados tiende siete días más tarde a transformarse en dudas y perplejidades. La reforma laboral es cuestionada por un sector del gremialismo (Pablo Moyano es su expresión cegetista más significativa y cuenta con el coro de la CTA y la izquierda) mientras la conducción que negoció con el ministro de Trabajo hace saber desde El Vaticano que todavía “quedan cosas importantes por discutir”. Así, se vuelve difícil (al menos, se retrasa) la aprobación legislativa.
La reforma previsional, la clave de la bóveda de los ajustes buscados por el Poder Ejecutivo (que el gobierno se negaba a poner en discusión) sufrió una primera alteración antes del primer anuncio de acuerdo (se dispuso que la actualización trimestral sea siempre más que la inflación registrada y que las jubilaciones mínimas con 30 años de aportes no importen menos del 82 por ciento de un sueldo mínimo) Ahora vuelve a ser cambiada: de acuerdo a una propuesta del senador Miguel Pichetto, el jueves 23 se decidió que en la fórmula de actualización se incluya el ingrediente de los salarios activos, permitiendo así que las jubilaciones acompañen de algún modo los ingresos de los trabajadores en actividad.
Que el gobierno admita los retoques y los aportes ajenos es una buena señal, aunque probablemente irrite a algunos de los sectores de su propia base que desconfían del gradualismo oficial y sospechan que con esa lógica las reformas se alejan en lugar de ponerse en marcha.
Paradojas: mientras la gran mayoría de las jefaturas territoriales peronistas (y sus expresiones políticas y legislativas) parecen conformes con el rumbo general que fija Macri y con su propensión al diálogo y la negociación, las resistencias provienen de parte del electorado oficialista y un sector de sus cuadros. Allí, más que grieta se verifica un juego de esquinitas.
La desgracia del submarino San Juan y su tripulación se recorta en ese paisaje de controversias, acuerdos y tensiones, donde la conducción política procura consolidar su autoridad y definir aliados y rumbo.