Chubut Para Todos

Los que se están quedando solos en la Pandemia

La labor del médico psiquiatra se asemeja a un trabajo artesanal con cada paciente para llegar a estabilizarlo.

Dentro de mi hacer profesional, una de las funciones que desempeño a nivel Institucional es el realizar la primera entrevista a aquellas personas que demandan iniciar o recomenzar un tratamiento psicoterapéutico. Para quien nunca haya atravesado esta experiencia, esta es una instancia, en algunos casos reglamentaria, en otros, elegida, que conduce a que el paciente sea derivado a otro profesional de la Salud Mental adecuado para esa persona y para esa situación en particular.

En el ámbito Hospitalario, a esta función se la denomina “Admisión”. De aquí es de donde proviene el uso del término en el plano de la salud mental y donde, en la actualidad, continúa muy naturalizado, más allá de los avatares que ha impuesto la Pandemia que provocó que su ejercicio quede en puntos suspensivos.

Este significante “admisión”, tan funcional a lo perverso del Sistema Social, siempre ha causado un ruido molesto porque no condice ni refleja lo que realmente se aspira en este espacio, que es que las personas que consultan puedan situar, poner en palabras, el motivo de consulta que los trae, y, si el relato y la permeabilidad lo permiten, no dejar pasar la oportunidad de esbozar alguna tenue intervención que apunte a implicarlo en su padecimiento. La responsabilidad, el correr al Sujeto de un lugar de queja, es una de las premisas fundamentales del psicoanálisis que, con diferentes matices y formatos, se resume en la pregunta que Freud formulo allá por 1905 a Dora, en un caso paradigmático acerca de la histeria (Caso Dora) “¿Cuál es su participación en el desorden del que se queja?”.

Y desde el momento que me encontré ante mi primer entrevistado, confirmé que este término, no era el que el dispositivo se merecía para ser nombrado, por la ansiedad que genera en las personas, por las palmas de las manos transpiradas que se entrelazan con las lucubraciones que hacen y deshacen en esos pocos pero eternos minutos en la sala de espera, por el temor a no ser “admitido”, por el pánico a no tener lugar en el deseo del Otro. Porque nadie es quien para negarle a alguien la posibilidad de intentar despojarse de su malestar, porque nadie es quien para evaluar si la magnitud de su síntoma amerita o no la presencia de psicoanalista, para hacerlo menos incómodo, para llegar a estar feliz de vivir. Porque nadie es quien para “admitir”, cuando de lo que se trata es de alojar.

Cierto es que, a nivel privado, la cosa cambia y, los que cuentan con la posibilidad de acceder, tienen edulcorado, desde todos los aspectos, el acceso a un tratamiento. El admisor pasó a ser llamado orientador y no se evapora del mundo una vez tenido el primer encuentro. Si el paciente llegase a tener cualquier inconveniente a nivel transferencial con el psicólogo y/o psiquiatra a quien es derivado, puede remitirse a él dentro de la Institución para solicitar un cambio de profesional. A nivel privado, el paciente, bajo la tiranía de la pandemia puede tener la concesión de continuar con un tratamiento en forma “on line”. A nivel privado, puede elegir horarios para asistir a su consulta, antes presencial, ahora virtual. A nivel privado, claro, si no se ha quedado sin trabajo o sin poder asumir el costo económico.

A nivel privado también es donde tengo actualmente el privilegio de trabajar. Pero lo que resulta aterrador es ver que muchos de los pacientes que antes podían acceder a este Servicio, comienzan a quedar a la deriva porque no han podido sostener el costo que esto implica y el Sistema de Salud Pública no cuenta con la estructura para poderlos alojar. Y es así que pacientes que aun cursan o cursaban un tratamiento psiquiátrico por cuadros que revisten mucha gravedad y que yo misma he derivado antes de que comience la cuarentena decretada por el coronavirus, han quedado sin el recurso económico para obtener la medicación recetada. En el último tiempo, me encontré pensando junto a ellos telefónicamente, ante su desolación, estrategias para conseguir medicación psicofarmacológica que estaban consumiendo para no interrumpir sus tratamientos, medicación que es muy costosa y que va desde drogas antidepresivas hasta antipsicóticas, con no mucho resultado. A los Laboratorios les ha llegado una Resolución del Ministerio de Salud, que no permite la entrega de medicación psiquiátrica. No hay muestras, no hay dádivas.

La labor del médico psiquiatra se asemeja a un trabajo artesanal con cada paciente para llegar a estabilizarlo con las drogas apropiadas y las dosis justas, y, estos fármacos, no deben ser discontinuados en forma súbita, por ninguna circunstancia, y menos aún ante lo traumático que implica una Pandemia.

Ante esto, resulta imposible no recordar lo que muestra la película “Joker”. Y aquí les advierto, por si aún no la han visto, que voy a anticipar sólo una parte, pero que para mí es la esencial, “el que avisa no traiciona”.

Dos de las frases que el protagonista, Arthur Fleck, le dirige a su Asistente Social, cuando le comunica que no podrán seguir asistiéndolo son: “Usted no me escucha, usted no me entiende”, denunciando el desamparo al que lo conduce el Otro social, que lo deja solo, literalmente sólo, desatado del Otro. Una sociedad que lo humilla y lo degrada una y otra vez hace que Happy, como lo llamaba terroríficamente su madre, embargado por sentimientos de furia asesina, intente compensar su precaria estructura con el desencadenamiento de un delirio megalomaníaco y actos homicidas. Película extremadamente triste y movilizante.

Y volviendo a la realidad, a la nuestra. Al incremento de la violencia. A los que piden ayuda para no quedarse solos. A la incapacidad de darles respuesta. Esperemos que alguien tome cartas en el asunto. Esperemos que la realidad sea superada arrasadoramente por la ficción.

Paula Martino – Psicoanalista