Chubut Para Todos

La matriz de sentido

Macri está a punto de ser el primer presidente no peronista en terminar su mandato, se cansan de decir aquellos que creen que ese dato empírico porta algún sentido esotérico o metafísico. También Macri es el único presidente, y su partido el único partido en el poder—peronista o no peronista, a excepción de la UCR en 1989—que no logra reelegirse cuando tiene la oportunidad de hacerlo. Las razones de esta excepcionalidad, creo, se deben a la hipótesis interpretativa que desarrollaré en unas líneas, pero antes de pasar a ello me interesa subrayar una dimensión digamos estilística de esa interpretación. El discurso de Cambiemos fue, desde un comienzo, un discurso descalificador del adversario político: el kirchnerismo y aquellos que lo apoyaron son corruptos, delincuentes, anti-republicanos, narcos, inmorales o, en el mejor de los casos (porque son pobres ergo incapaces de juzgar por sí mismos), planeros y/o choripaneros. De todos modos, en la recta final de la campaña electoral ese discurso se generalizó y radicalizó mucho más peligrosamente, llegando a plantear dicotomías extremas que temo constituyan una anticipación de sus posicionamientos políticos una vez en la oposición. Algunos dirán que el kirchnerismo en el poder también había decidido, en los últimos años, demonizar a su(s) adversario(s) político(s). Completamente cierto. Tan cierto como que también a ellos esa descalificación del adversario político los llevó a la derrota, y como que la repetición de ese gesto discursivo muy probablemente los llevaría nuevamente al mismo resultado de repetirse una vez en el poder.

Pero esta dimensión que denominé “estilística” me lleva en realidad a la cuestión de fondo que quiero discutir. El constitucionalista norteamericano Bruce Ackerman llama “identidad constitucional” a eso que aquellos de nosotros formados mayormente en la tradición continental llamamos “lo político”. Para Ackerman, un régimen político-constitucional no es la relación especular entre un texto o conjunto de textos y su aplicación lineal a la realidad política o jurídica. Un régimen político-constitucional es una matriz de sentido que logra consolidarse en el tiempo, un entramado de prácticas, instituciones, sentencias judiciales, piezas legislativas, decisiones presidenciales y discursos sociales aceptables o inaceptables que domina la vida política—y que lo hace, usualmente, durante varias generaciones.

En la Argentina actual, no vivimos en un régimen político-constitucional inaugurado en 1853, 1949 o 1994 (momentos estricta o formalmente constitucionales de la Argentina moderna). En la Argentina de hoy seguimos viviendo en la matriz de sentido nacida en 1983. Que sigamos viviendo en esa matriz de sentido no quiere decir, de todos modos, que no haya habido o siga habiendo intentos frecuentes por cambiarla. A estos intentos Ackerman los llama “movimientos constitucionales”—movimientos que buscan el cambio de la identidad constitucional de una nación. El menemismo, con su intento de desarmar las marcas simbólicas del régimen—sobre todo las políticas de derechos humanos y las principales instituciones de la democracia redistributiva como son la regulación estatal del mercado, la jubilación pública o las empresas estatales de servicios—; el kirchnerismo post 54%, con su sueño solo ocasionalmente explicitado de reforma constitucional y su incomprensible “vamos por todo”; y el macrismo, con su neo-menemismo purificado, liberado de sus elementos plebeyos, y su intento de terminar con la Argentina redistributiva y de Estado auto-limitado en su acción represiva, este último el legado más preciado de las experiencias de la transición y del 2001; estos tres intentos de “reforma revolucionaria” de la matriz de sentido nacida en el 83’ fracasaron.

Luego de las elecciones del 27 de octubre, el dilema de Alberto Fernández es el siguiente: decidir si la interpretación que le da a su llegada al poder es la de profundizar o, a la inversa, abandonar el régimen político-constitucional nacido en el 83’. Hagamos un juego matemático: si el 54% de las elecciones presidenciales de 2011 y el 42% de las elecciones legislativas de 2017 llevaron al vamos por todo y luego a la derrota tanto al kirchnerismo tardío como al macrismo realmente existente, quizás el 48% de Alberto Fernández sea la justa medida para generar un gobierno que sepa que su sentido no es el de encabezar un nuevo movimiento constitucional sino el de dar cumplimiento a las promesas del 83’. En la democracia vigente no alcanza con que el Estado respete los derechos humanos y no reprima a la sociedad civil cuando ésta se manifiesta pacíficamente. En el régimen político-constitucional vigente, como se dijo en sus momentos fundacionales, es central también que todos sus miembros coman, se curen y se eduquen en igualdad.

El Estado Argentino, desde 1983, fue mayormente un Estado auto-limitado en su ejercicio de la violencia legítima. La excepción, quizás, se dio en diciembre de 2001 durante la crisis que llevó a la renuncia de Fernando De la Rúa. La violencia estatal desatada durante esos días, junto con otros acontecimientos de 2002, constituyeron la antesala de una de las decisiones de política pública más importantes en términos de matriz de sentido—es decir, de identidad político-constitucional—de la presidencia de Néstor Kirchner: en la Argentina el Estado democrático no debe reprimir la protesta social. Pero se dieron dos fenómenos asociados a esta decisión de política pública: 1) Por un lado, el Estado democrático, además de no reprimir a la sociedad civil también tiene que, al menos en el marco de la identidad constitucional nacida en el 83’, garantizar que en la Argentina “se coma, se cure y se eduque” y, como sabemos, esa es la mayor deuda del régimen nacido de la transición democrática. 2) Por otro lado, esta deuda, que además es creciente, generó una también creciente protesta social; protesta social que hizo del Estado democrático no represivo un blanco cada vez más claro de la crítica pública y los anhelos de transformación de la identidad constitucional expresados por los sectores más acomodados de la sociedad civil.

Diría que en el entrelazamiento de estas dos dimensiones—un Estado auto-limitado en el ejercicio de la violencia legítima pero a su vez incapaz de asegurar un acceso universal a la canasta básica, la salud y la educación—está la clave del tipo de conflictividad que dominó la política argentina reciente. El Estado, cada vez más desfinanciado a partir de las crisis de deuda con las que comenzó a lidiar la democracia desde el gobierno de Alfonsín, fue haciéndose cada vez más incapaz de desarrollar el tipo de políticas públicas redistributivas que pudiera garantizar un acceso igualitario a la salud, la educación y la canasta básica de alimentos. Esta incapacidad llevó a un aumento de la protesta social que resultó efectiva en su objetivo de visibilizar la injusticia social resultante. Como en los noventa, esta combinación de crisis económica, protesta social y Estado auto-limitado reactivó el horizonte jerárquico y de mano dura ofrecido por el discurso característico del neoliberalismo global contemporáneo. Macri + Bullrich + Pichetto (sumado a último momento para ofrecer una pintura completa de la oferta política en cuestión) fue la verdadera ecuación del movimiento constitucional que fue/es el macrismo. Movimiento constitucional que no logró las mayorías amplias y sucesivas que se requieren para cambiar la identidad constitucional de una nación, pero que sí sacó un 40% de los votos en las elecciones presidenciales de 2019 y, por lo tanto, promete permanecer vigente como discurso social y disponible para futuras reactivaciones.

Por el lado de la fuerza política triunfante en estas elecciones, diría que la presencia de los significantes “Alfonsín” y “Néstor” en el discurso público de Alberto Fernández, junto con su explícita intención de desplazar el eje de la agenda de discusión de las crisis financieras recurrentes a la crisis permanente de un Estado democrático que no cumple aquello que promete—que en esta sociedad se debe curar, comer y educar en igualdad—parece augurar una clara toma de partido con relación a la conflictividad mencionada. Si la hipótesis interpretativa ofrecida en este texto es correcta—que la identidad constitucional vigente en la Argentina es la nacida en 1983—la tarea de Alberto Fernández parece clara: para que la promesa de un Estado autolimitado en su ejercicio de la violencia legítima no sucumba ante la arremetida neoliberal y etnonacionalista contra la democracia, este Estado debe encontrar la manera de retomar el camino de una justicia social e igualitaria que ni el alfonsinimo ni el kirchnerismo lograron consolidar. Solo el éxito en ese objetivo pondrá límites a la amenaza jerárquica y disciplinadora que tanto el neoliberalismo como los etnonacionalismos globales siguen ofreciendo como remedio a la conflictividad democrática. La tarea es enorme pero entusiasma.

Por Martín Plot – Idaes/Unsam-Conicet – Revista Bordes

Este texto fue escrito originalmente como parte del Boletín del Centro de Estudios Sociopolíticos (CES), de la UNSAM