Chubut Para Todos

La interminable cuarentena de los refugiados

Nueve de cada diez países han restringido la circulación de sus ciudadanos por el COVID-19, con regímenes más o menos estrictos de distanciamiento social, pero mientras tanto decenas de millones de refugiados que llevan años de aislamiento en campamentos de todo el mundo quedaron expuestos ahora a la misma pandemia en las peores condiciones sanitarias posibles.

De Bangladesh a Uganda, pasando por Kenia; de Jordania a Tanzania pasando por Etiopía; y más recientemente en Grecia y Turquía, el planeta está regado de campos de refugiados que albergan a por lo menos 2,4 millones de personas, parte de los 26 millones de refugiados fuera de sus países de origen (ello, sin contar los otros 41,3 millones de desplazados en sus propias naciones).

Desde marzo pasado, la mayor parte del mundo se ve privada de sus hábitos de libre circulación en ciudades y pueblos. Eso mismo le pasa hace tiempo a los refugiados alojados en distintos campos, en los que están a salvo de los peligros de los que huyeron, pero expuestos a otros nuevos, el último de ellos el COVID-19.

Según ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados), 126 países albergan unos 420 campos, donde antes del COVID-19 millones de personas ya vivían hacinadas en espacios insalubres, sin acceso a suficientes alimentos ni a programas de salud o vacunación y bajo amenaza de otras numerosas enfermedades.

Las medidas adoptadas ahora para enfrentar la pandemia en los Estados de los países donde hay campos de refugiados los afectó doblemente. Para empezar, se frenaron o cortaron los circuitos humanitarios de abastecimiento de productos esenciales y se complicó el acceso a los servicios de salud, de por sí deficitarios y ahora al límite para los propios ciudadanos locales por el COVID-19.

Pero, sobre todo, en condiciones de hacinamiento y grandes carencias sanitarias -desde agua potable e higiene hasta cuidados médicos- a los refugiados confinados en los campos se les hizo imposible cumplir la medida preventiva más eficaz conocida hasta hoy ante la pandemia: el distanciamiento social.

“Partiendo de la base de décadas de experiencia en la gestión de campamentos y sobre migración y salud, vemos la llegada del COVID-19 como algo inevitable y no como una mera posibilidad, y nos hemos estado preparando teniendo en cuenta este factor”, avisó el director general de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), António Vitorino.

Doblemente aislados

Quitando el impacto económico graves ya conocido, la pandemia del COVID-19 vino a crearnos problemas inesperados a gran parte de los habitantes del planeta, algunos propios del virus para quienes resultaron contagiados. Sin embargo, en el caso de los campos de refugiados sólo agravó una vulnerabilidad preexistente.

Una investigación reciente de médicos griegos y noruegos, en seis campos de refugiados de Grecia, corroboró “alto niveles de trauma” entre los ocupantes, de quienes en general hay pocos estudios rigurosos sobre la evolución de sus condiciones generales de salud, aunque pasan años recluidos en esos sitios.

“Sabemos muy poco”, resume Terje Eikemo, de la Universidad Noruega de Ciencia y Tecnología (NTNU), pero se puede confirmar, ante el COVID-19, que en esa poblaciones los problemas aumentan con el tiempo: cuanto más pasan en los campos, más aumentan sus problemas de salud, en especial para grupos más vulnerables como los niños (siete de cada diez migrantes tienen hijos).

Aun cuando un campo de refugiados tenga la posibilidad de asegurar acceso a alimentos, baños, duchas y colchones, todo eso resulta insuficiente para evitar que impacte en la salud, especialmente de niños, mujeres y ancianos allí recluidos. Con el tiempo, el porcentaje de enfermedades crónicas aumenta a un ritmo mucho mayor que en el resto de las poblaciones.

Un foco reciente de gran tensión es el de los campos de refugiados en Grecia para desplazados por el conflicto sirio, en los que ya hubo casos de COVID-19 desde marzo: en Moria (isla de Lesbos), en Ritsona (Ática) y Malaka (norte de Atenas), todos bajo confinamiento. El Parlamento Europeo pidió a los Estados miembros una respuesta inmediata para evitar una crisis humanitaria en la zona.

Frente a su pedido de evacuaciones preventivas de personas mayores de 60 años o con enfermedades respiratorias o crónicas y unidades de cuidados intensivos, Luxemburgo prometió atender a sólo 11 niños, Alemania y Francia acoger entre 300 y 350, Bulgaria a 50, Irlanda a 36 y Lituania a dos. Finlandia anunció también que participará en la reubicación de 175 menores desde Grecia, Chipre, Italia y Malta. Croacia, Portugal y Bélgica se mostraron dispuestos, sin detalles.

Las autoridades griegas prometieron realizar tests a los residentes de los campos de refugiados, pero en toda la isla de Lesbos, por ejemplo, hay sólo seis plazas de terapia intensiva. Turquía definió como una “misión imposible” asegurar el control sanitario de los campos de refugiados sirios ante la expansión del COVID-19 . La prensa europea reveló que en algunos campos los propios refugiados se organizaron para la prevención ante la inacción de las autoridades.

La OIM anunció operaciones a nivel global para anticiparse a la aparición del virus en los numerosos campos de refugiados de todo el mundo, lo mismo que el ACNUR.

Panorama mundial

La situación generada por el conflicto sirio en la frontera de Siria con Turquía ha convertido a los 42 mil refugiados en Grecia y a los 3,7 millones en propio suelo turco en foco principal de atención para el mundo occidental, pero la lista de campos expuestos seriamente al COVID-19 es mucho más larga.

Allí cerca, en Jordania, ya se aislaron por la pandemia los campos de Zaatari, donde viven 120.000 personas, y el de Azraq, ambos sin casos de COVID-19 por ahora pero también sin posibilidades para los refugiados de asegurar ingresos marginales en zonas vecinas donde podían asegurar su supervivencia económica.

Cruzando a África, en los campos de Kakuma (Kenia), residen 194.000 personas, casi la mitad de los 450 mil sur sudaneses y somalíes refugiados en ese país, que ya en marzo reportó cientos de contagios. Entre ellos por ahora no se han detectado casos de COVID-19, pero esperan lo peor con centros médicos de por sí saturados.

En Burkina Faso, más de 800 mil personas que tuvieron que dejar sus hogares por la violencia generalizada en la región del Sahel ahora se enfrentan a la incertidumbre del COVID-19. Unos 25 mil de ellos tuvieron que dejar los campos que ocupaban en la frontera con Malí víctimas de ataques, que dejaron 32 muertos. El campo de Goudoubo, que acogía 9 mil personas, fue vaciado y cerrado.

En América Latina, el Grupo de Trabajo sobre la Crisis de los Migrantes y Refugiados Venezolanos de la Organización de los Estados Americanos (OEA), describió a los 5 millones de personas movilizadas desde Venezuela, como “la mayor migración de la historia de América Latina”, pero ahora “la gran mayoría de las fronteras están cerradas en la región” por el COVID-19, lo que los convierte en “una de las poblaciones más vulnerables de la región”.

En Cisjordania, al confirmarse dos primeros casos de COVID-19, en marzo, la policía palestina bloqueó el campo de Dheisheh, el mayor de los tres en Belén y hogar de 15.000 refugiados palestinos. En Cisjordania hay 775.000 refugiados palestinos (descendientes de los desplazados en 1948) y una cuarta parte vive en 19 campamentos.

Pero ninguno se compara con los campos de Cox’s Bazar (Bangladesh), que acogen en pésimas condiciones a unos 900.000 refugiados de la etnia rohingya desplazados desde Myanmar. Quedaron sometidos a confinamiento desde finales de marzo, cuando se detectó el primer caso de coronavirus, cundió el pánico y algunos decidieron, incluso, arriesgarse a volver a sus ciudades de origen.

Los campos de Cox’s Bazar tienen una densidad de población 1,5 veces mayor a la de Nueva York, lo que lo convierte en un área sobre expuesta, más considerando los deslizamientos de tierra e inundaciones durante la estación de monzones que se aproxima. La emergencia del COVID-15 le ha restado recursos a los habituales trabajos de prevención de esos desastres climáticos.

Un Plan de Respuesta Conjunta 2020 para la crisis humanitaria rohingya demandaba 877 millones de dólares para atender las necesidades más críticas antes del COVID-19. Sólo se recibió 16% de esos fondos internacionales. Los refugiados rohingyas carecen de acceso a teléfonos e internet desde septiembre.

Mujeres, niños y ancianos

Luego está la situación de los grupos más vulnerables y numerosos entre los refugiados, como son los niños. Aún sin pandemia, hizo notar UNICEF, las familias y los niños desarraigados –refugiados, migrantes o desplazados internos– se enfrentan a enormes obstáculos para recibir la atención médica y acceder a servicios de prevención, como instalaciones para lavarse sus manos. En ese contexto les llega ahora la amenaza del COVID-19.

Actualmente, hay 31 millones de niños que han tenido que abandonar sus hogares: 17 millones son desplazados internos, 12,7 millones son refugiados y 1,1 millones son solicitantes de asilo, todos necesitados de algún tipo de asistencia.

También la violencia de género se potencia con los campos de refugiados bajo confinamiento por el COVID-19, denunciada por Gillian Triggs, Alta Comisionada Adjunta para Protección de ACNUR, la Agencia de la ONU para los Refugiados.

“En estos tiempos de pandemia debemos prestar atención urgente a la protección de mujeres y niñas refugiadas, desplazadas y apátridas. Ellas se encuentran entre las personas en situación de mayor riesgo. No se debe abrir la puerta a quienes perpetran las agresiones, ni se debe escatimar en ayudas para las mujeres que sobreviven a los abusos y a la violencia”, explicó Triggs.

En esta emergencia por la pandemia, las refugiadas pueden terminar atrapadas con sus agresores y sin la oportunidad de distanciarse o de poder pedir ayuda. Otras, sin siquiera documentación, ni ingresos por la crisis económica repentina, pueden verse obligadas a recurrir a la prostitución o a los matrimonios infantiles forzados, empujadas por sus familiares. Dentro de los hogares, muchas mujeres también asumen cada vez más cargas como cabezas de familia.

Las restricciones de movimiento y las medidas de contención impuestas a los refugiados dificultan a las mujeres el acceso a alguna ayuda y algunos servicios, como alojamientos seguros especiales, se cerraron o usan para otros fines.