Resulta irónico que, basándose en gran medida en un diagnóstico semejante al del gobierno, el Wall Street Journal, un medio que refleja con fidelidad el pensamiento de “los mercados”, haya defenestrado una semana atrás el plan del Fondo (que entre nosotros circula como plan Dujovne o plan Sandleris) y haya aconsejado a los inversores “mantenerse lejos de la Argentina”.
Fue el riesgo del default – oblicuamente mencionado por el Presidente en una entrevista con la agencia Bloomberg- , el acelerador de los repetidos abrazos incondicionales al Fondo Monetario Internacional. El gobierno había culpado a factores externos (y a la persistente sequía) por las turbulencias monetarias y buscó afuera una solución.
Para el Wall Street Journal, centrando la mirada en el plan actual, ”el determinante clave de la inflación argentina no es la cantidad de dinero en la economía. No es el gasto del Gobierno. No es la política del Banco Central. El problema de estas economías es que están expuestas a lo que ocurre con el flujo global de los capitales. Cuando la Reserva Federal eleva las tasas y los inversores se refugian en el dólar, las monedas emergentes se caen y los precios de las importaciones aumentan”.
El diagnóstico coincide con la determinación de causas que el gobierno enumeraba en los momentos más vertiginosos de la tormenta cambiaria. Navegando sobre una vigorosa ola de crecimiento económico, Estados Unidos se ha convertido en una formidable aspiradora del ahorro mundial. Claro que la moneda argentina es la emergente más golpeada, seguramente por la circunstancia de que Argentina es el país es el más dolarizado per capita, fuera de los Estados Unidos.
Pero el artículo del WSJ, firmado por Jon Sindeu, cuestiona la apuesta del gobierno y puntualiza que el Fondo ”no tiene la receta adecuada para resolver los problemas argentinos”. El diario sostiene que restringir la emisión monetaria y abstenerse de intervenir en el mercado cambiario no son medidas que vayan a mejorar la estabilidad, sino la repetición de fórmulas que fracasaron en la década del setenta. ”El cóctel de políticas anunciadas se remonta a 1970. Era furor limitar la cantidad de dinero que los bancos centrales podían imprimir. El enfoque resultó inviable y pronto fue abandonado. Muchos de los países en los que el FMI ayudó en aquel entonces no mejoraron en las décadas siguientes”.
Así, el diario de “los mercados” aconseja a la Argentina una receta diferente a la del Fondo para enfocar su desarrollo: “limitar las deudas en dólares e intentar contener la puja distributiva. A más largo plazo, en tanto, los elementos del éxito de China pueden ser una hoja de ruta para la Argentina. Esto es estabilidad del tipo de cambio, política coordinada sobre los ingresos y un enfoque de producción basado en exportaciones que se vinculen con industrias de escala”.
Sin embargo, el gobierno no parece dispuesto a cambiar su jugada: con el plan Fondo espera conseguir que la economía llegue a los tiempos electorales dando signos auspiciosos a partir del segundo trimestre del año próximo. Para este año ya ha admitido que la caída será de 2,5 por ciento (una cifra promedio, que en el segundo semestre arrojará probablemente una caída interanual del doble). En cuanto a 2019, el gobierno indica en su proyecto de presupuesto que también tendrá crecimiento negativo. Lo estima en medio punto. El Banco Mundial es más pesimista: calcula que la caída de 2019 será de 1,6 por ciento.
Al gobierno – pensando en su estrategia electoral- no le molesta demasiado que en esta etapa las expectativas sobre el futuro pinten oscuras. Sus estrategas especulan que cuanto más negras sean las perspectivas presentes, más bienvenidas serán las modestas buenas noticias que prevén para los meses preelectorales. La gente -teorizan esos círculos- no compara con los mejores tiempos mejores del pasado, sino con los más inmediatos. Si cambia la tendencia, así sea levemente, cambia para mejor la opinión pública.
Lo virtuoso de la marcha atrás
Lo que es cierto es que de que la economía mejore (y lo haga a tiempo) depende el contexto en el que se desarrollarán los comicios del año próximo. La estrategia oficialista de reiterar una polarización con el kirchnerismo podría resultar un bumerán si la recesión, el desempleo y la inflación persisten. En tal caso, con la economía como tema dominante, el gobierno puede caer víctima de su propio artefacto.
Tuvo una experiencia en ese sentido en los últimos días. El anuncio de que se aplicaría a los usuarios de gas un pesado revalúo sobre facturas ya canceladas con la finalidad de compensar a las empresas energéticas por los efectos de la devaluación desató una nueva tormenta. El secretario de Energía, Javier Iguacel avanzó en ese rumbo con el apoyo explícito del Presidente (aunque sin consultar el tema con su ministro, Nicolás Dujovne, ni cambiar ideas con el ala política del gabinete.
Tan pronto trascendió la noticia, la reacción del público corrió paralela a la de la oposición política y juntas, a su vez, dispararon la resistencia en la coalición oficialista, que no quiso someterse a una derrota parlamentaria ni al costo de sostener nuevamente una decisión inconsulta del Ejecutivo.
Reclamar que los usuarios compensaran excepcionalmente a las petroleras por una devaluación que sufrieron todos los argentinos tendía a confirmar la imagen de “gobierno de ricos” que erosiona al oficialismo. La falta de sensibilidad política de la decisión exponía a los socios del Pro a un nuevo cortocircuito con sus votantes y ponía en riesgo los acuerdos en los que se basa la esperanza de aprobar el presupuesto, una condición sine qua non para la sustentabilidad de los pactos con el FMI.
El ala política del Pro (liderada por el ministro Rogelio Frigerio con el respaldo discreto de Horacio Rodríguez Larreta) y los senadores y gobernadores radicales que habían exteriorizado su oposición a la medida anunciada por Iguacel emplearon la enérgica ofensiva opositora, que amenazaba traducirse en una sesión especial en el Congreso, y consiguieron sofocar el aumento antes de que se convirtiera en un revés para Cambiemos.
Si bien se mira, se concretó una convergencia de oficialistas y opositores. La ironía es que fue para neutralizar una decisión del Ejecutivo. La marcha atrás consiguiente volvió a argumentarse como expresión renovada de la virtud oficialista de la autocrítica y de su desprejuiciadamente reiterada capacidad de rectificación.
¿Quién lidera la pureza moral?
Para colmo de males, estas peripecias se desarrollaron en medio de una cinchada pública entre Elisa Carrió y el Presidente. La diputada empezó enfocando sus cañones sobre el ministro de Justicia Germán Garavano, a quien prometió iniciarle juicio político con la excusa de una frase aventurada de éste, en la que lamentaba que hubiera presidentes procesados y cuestionaba el festival de prisiones preventivas.
Carrió considera a Garavano una encarnación light de Daniel Angelici, presidente de Boca y aparente operador judicial supernumerario del Presidente, a quien la diputada identifica explícitamente con “la mafia tribunalicia” y mantiene en el segundo puesto de su singular ranking de demonios de la categoría Justicia, sólo por debajo de Ricardo Lorenzetti.
Lanzada a cuestionar al gobierno que supuestamente apoya, la diputada no tardó en subir la postura, irritada al suponer que altos funcionarios de la AFIP que le proporcionan información privilegiada (y que, al parecer, habían investigado al empresario Angel Calcaterra, primo de Mauricio Macri) habían sido desplazados de sus cargos. Carrió dijo a partir de allí cosas más fuertes: emplazó al Presidente a deshacerse de Angelici y de Garavano (“Me voy a amigar con el Presidente cuando lo saque a Garavano”; “tiene hasta diciembre para optar entre Angelici y Carrió: elige o cae”) y aseguró que había “perdido la confianza en Macri”.
Dada la voluntad de la Casa Rosada de ubicar el tema de la corrupción como eje de campaña, la doctora Elisa Carrió pretende ser la jefa de esa cruzada, darle su marca y su ritmo; como parece convencida de que una porción influyente del Pro le quiere arrebatar esa función y ponerle límites, se muestra dispuesta a ubicar a parte del gobierno como blanco de esa ofensiva..
En realidad, Carrió presiona sobre el vértice del gobierno para no perder su ventaja competitiva dentro de la coalición: el monopolio de la virtud, un posicionamiento que le permite una condición de socia privilegiada. La pelea por ese monopolio daña al oficialismo, porque la diputada no siempre golpea sobre el cinturón.
El gobierno dedicó bastante esfuerzo a fines de la semana pasada para calmar a Carrió, contenerla y circunscribir esa riña. Esta semana optó por lanzar a los medios a voceros fieles para competir con la diputada. Los voceros aseguran que “es el Presidente el que lidera la lucha contra la corrupción” y que “nadie debe presionar al presidente.
En la perspectiva de una dura lucha electoral, el gobierno sabe que no puede perder ni un voto. Y menos que menos puede volverse vulnerable a cuestionamientos éticos cuando -ya que la economía tarda en responder- es sobre la transparencia sobre lo que pretende fundar su campaña polarizadora.
La polarización es un artefacto complejo, pese a sus rasgos simplificadores. No es un fenómeno exclusiva ni prioritariamente electoral. Todavía a meses de los comicios, la gobernabilidad se juega en un territorio polarizado.
Por Jorge Raventos