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América Latina: su lugar en el mundo y en el G20 Por Jorge Argüello

La historia más reciente, definida por la evolución del capitalismo globalizado aún bajo sistemas políticos diversos, ha puesto a América Latina dentro de una cadena de acontecimientos gestados en el Norte desarrollado cuyas consecuencias son ahora imposibles de evadir, pero que también abren un abanico de oportunidades.

A partir de los años 70, ante las primeras crisis económicas sistémicas desde la posguerra, las potencias occidentales dominantes emprendieron algunas maniobras básicas de coordinación entre sí para resguardarse de una desestabilización mayor.

La creación del Grupo de los 5 (G5, 1973), después G7 y finalmente G8 con la incorporación de la Rusia ex soviética, obedeció a esa lógica, concentrada en cuestiones estrictamente económico financieras, de corto y mediano plazo.

Hasta allí, la economía aparecía formalmente subordinada al poder político, que en cambio continuaba operando través de los canales del sistema multilateral abiertos desde 1945, principalmente los de las Naciones Unidas (Consejo de Seguridad, etcétera), además de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).

Un cuarto de siglo más tarde, con el proceso de globalización lanzado a velocidades inéditas, dos crisis financieras en apenas una década (1998-2008) llevaron los primeros intentos de los países desarrollados a una nueva dimensión.

Los propios países centrales habían alentado la interconexión de los mercados y de la economía para potenciar su hegemonía. Por eso mismo, cuando el sistema falló por descontroles o ajustes, se vieron forzados también a ampliar el cerrado círculo de coordinación original (G5, G7 y G8) a nuevas potencias emergentes y a países en desarrollo, hasta constituir el actual Grupo de los 20 (G20).

Esta creciente necesidad de gobernanza global -económica y política, bien distinta a la fantasía de un gobierno global o gobierno mundial- le plantea desde entonces y con persistencia una disyuntiva de fondo a América Latina: convalidar, o no, al G20 como actor central de un nuevo multilateralismo. Por convicción o por conveniencia.

Desde una perspectiva crítica, el G20 puede ser considerado como una mera ampliación de fachada del G7, por un lado interesado en blanquear decisiones que en otras circunstancias serían vistas como producto de un grupo hegemónico de grandes potencias; y, por el otro, en dejar al resto del grupo en situación de adherir por falta de alternativas.

Pero hay al menos otra manera de ponderar el mismo escenario: el G20 puede convertirse en un ejercicio de democratización de la gobernanza global, en el que se discutan, finalmente, intereses. También, claro, los de América Latina.

¿Debería la región dejar pasar esta posibilidad de exponer sus intereses comunes, consensuados y coordinados, como llevan décadas haciéndolo Estados Unidos y Europa con los suyos desde el G7?

El G20 ofrece un espacio privilegiado para exponer diferencias y abogar por determinadas soluciones globales para problemas globales, desde los financieros y comerciales hasta una desigualdad creciente pasando por el cambio climático, las migraciones, las epidemias y la preservación de las reservas naturales.

La gobernanza desafía la capacidad de articular de los gobiernos democráticamente constituidos con otras instancias. Eso incluye a mega corporaciones globales, ante cuyo poder nuestra región, en la Periferia, necesita establecer también sus propios estrategias, límites y regulaciones.

El mundo según el G7

Si los símbolos importan, el primer escenario del proceso que llevó a la creación del G7 habla de un mundo que ha quedado atrás. Imaginemos, si no, a un grupo de cuatro ministros de Finanzas (Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania occidental y Francia), el llamado “Library Group”, departiendo a solas en la biblioteca de la Casa Blanca sobre las causas y salidas de una gran crisis financiera (1).

Corría marzo de 1973 y hacía dos años que la Administración Nixon había roto uno de los primeros grandes consensos de posguerra, los acuerdos de Bretton Woods, al desligar el dólar como divisa del patrón oro. En medio de la crisis del petróleo, agobiados por una combinación de inflación y de recesión, las cuatro potencias asumieron la necesidad de coordinar sus intereses y sus políticas económicas. En tres años, con Japón, Canadá e Italia, se formó el más definitivo G7.

El contexto político era, hasta allí, un poco más predecible que el económico. El mundo continuaba sometido a las reglas de la bipolaridad de la Guerra Fría. El G7 expresó desde el comienzo la posición de uno de los polos, Estados Unidos, y la de sus aliados, sobre todo el Europa y a través de la OTAN.

El sistema multilateral respiraba por doquier esa gran confrontación política y militar, que tuvo en Sudamérica un escenario regado de dictaduras cruentas que abrazaron el modelo económico neoliberal impuesto desde Washington.

El mundo monitoreado por el G7, con el Fondo Monetario Internacional (FMI) como invitado permanente, ingresaba en una década, la de los ochenta, de marcada impronta anglosajona con Margaret Thatcher en Gran Bretaña y Ronald Reagan en Estados Unidos: la reducción del Estado y desregulación de la actividad financiera pavimentaron el camino de la primera gran ola globalizadora contemporánea.

En América Latina, todo se tradujo en la aplicación del Consenso de Washington (1989) promovido por el propio FMI, con ajustes fiscales, deuda externa, flexibilización laboral y liberalización financiera. En general, un sometimiento de las políticas de Estado a la dinámica de mercados financieros desregulados que pasó la primera factura a los países periféricos.

Los derrapes de especulación tumbaron divisas, desde México (1994) hasta Rusia (1998), pasando por Indonesia, Tailandia, Corea del Sur y Brasil. Inmediatamente después, las “punto com” enviaron su advertencia sobre una nueva era de burbujas, esta vez tocando las puertas de los centros financieros del Norte.

En ese contexto, la creación en 1999 del Grupo de los 20 (G20), a nivel de ministros de Finanzas y jefes de bancos centrales, fue una primera convalidación de América Latina -dentro del mundo emergente y en desarrollo- como parte de una mesa más grande en la que discutir, concertar y coordinar intereses de alcance global.

No pasó otra década cuando, en 2008, otra gran crisis financiera llamó a las puertas, esta vez, del corazón del G8. La caída de antiguos bancos de inversión y grupos hipotecarios globalizó también la urgencia de coordinación. El desastre había coronado la era de la desregulación. Había que discutir un nuevo orden.

Los países centrales renegaron de su catecismo de desregulación y no intervención estatal. Estados Unidos estatizó y rescató bancos privados, y el Banco Central Europeo (BCE) intervino el mercado financiero comunitario a una escala gigantesca.

Las economías latinoamericanas, bajo la creciente influencia de China, sintieron el cimbronazo pero varias habían hecho un aprendizaje, como Brasil y Argentina, con estrategias de desendeudamiento e integración comercial.

El Consenso de Washington había sido enterrado por los gobiernos de la región, embarcada en cambio en un nuevo proceso de integración política, económica y comercial de mayor autonomía frente a Estados Unidos, cabeza del G7.

En medio de la crisis sistémica de 2008, América Latina aprovechó la nueva apertura que propuso el G8: la conformación del G20, a nivel de jefes de Estado y de Gobierno. Las presidencias de México, Brasil y Argentina dieron el presente.

La prioridad era evidente: evitar otra crisis a nivel global. La pata económica, monetaria y financiera de la mesa multilateral tendida desde 1945 se había quebrado ante el peso de un nuevo (des) orden general.

Brasil, México, China, India y Sudáfrica habían sido en los años previos países invitados del G8. Ahora se sumaban como miembros plenos del grupo Argentina, Turquía, Australia, Indonesia, Corea del Sur, Arabia Saudita y, como bloque, la Unión Europea (UE).

La pregunta era entonces, y aún es hoy, si sentarse en las deliberaciones del G20 puede incidir realmente en la creación de un nuevo estado global de cosas, que considere las necesidades particulares como región de América Latina.

La fórmula de participación ampliada que estaba aplicando el G7 había sido ensayada ya en 1988 (Declaración de Toronto, Canadá):

Ciertas economías de reciente industrialización en la región de Asia-Pacífico han adquirido una importancia cada vez mayor en el comercio mundial. […] La mayor importancia económica trae aparejadas mayores responsabilidades internacionales y un fuerte interés mutuo en mejorar el diálogo constructivo y los esfuerzos de cooperación […] . El diálogo y las acciones conjuntas podrían, por ejemplo, centrarse en las políticas macroeconómicas, monetarias, comerciales y las de cambio estructural a fin de lograr el ajuste internacional necesario para un crecimiento sostenible y equilibrado de la economía mundial” (2).

Por ello, concluían las potencias occidentales reunidas en el G7, “alentamos el desarrollo de procesos informales, que facilitarían los debates multilaterales sobre asuntos de preocupación común y fomentarían la necesaria cooperación”.

Vivimos en un mundo multipolar ahora -dijo Sarkozy veinte años después-. Estamos ante la oportunidad histórica única de construir un nuevo mundo, y no la podemos dejar pasar. Estamos en el Siglo XXI. Ha llegado el momento de sentar las bases de regulaciones para el Siglo XXI” (3).

El Norte desarrollado volvió su atención sobre el poder de su propia banca privada. El acelerado flujo de capitales había demostrado su capacidad de jaquear también a los países centrales. Que nadie estuviera a salvo de futuras crisis fue un argumento poderoso para sumar a países de América Latina y otros continentes a la defensa de un nuevo orden.

Pero, ¿debía ahora América Latina ser solidaria como región con las grandes potencias? ¿Aislarse de la nueva mesa de conversaciones no la protegería mejor?

Una vez dentro del grupo, ¿tendría la región fuerzas suficientes para imponer algunas condiciones? ¿Qué ventajas reales obtendría en la defensa de sus derechos ante el G20 respecto de la que el sistema multilateral le ofrecía en foros como la Organización Mundial del Comercio (OMC), la FAO o la propia ONU?

¿Podría América Latina formar parte activa de la refundación del sistema de gobernanza global, de un nuevo orden que excediera la arquitectura financiera y comprometiera aspectos políticos y diplomáticos de mayor alcance?                                          

La ventaja de participar

El mundo había cambiado de tal modo desde 1973 que aquella íntima reunión de ministros en una biblioteca de Washington se convirtió en 2008 en una cumbre extraordinaria de jefes de Estado y de Gobierno, esta vez alentada por Europa y con un inédito protagonismo de los emergentes, en especial China e India.

En un año, tres cumbres terminaron de dar forma al G20. Según declararon sus líderes políticos en Pittsburgh, toda una época de cumbres reducidas -y de “irresponsabilidad” y “temeridad” financiera- quedaba atrás para convertir al G20 en “el principal foro para nuestra cooperación económica internacional” (4).

Desde ese principio, América Latina obtuvo una representación formal destacada, con Brasil integrando la “troika” del G20 junto con Gran Bretaña y Corea del Sur.

La agenda del grupo se ajustó en algunos aspectos a la de la región. El discurso abarcó la regulación de los mercados financieros y la destrucción del empleo, pero también abrió una discusión sobre el papel de los emergentes en el FMI.

El G20 dejó establecido sus propósitos centrales y las condiciones para lograrlos:

Reformar la arquitectura global para atender las necesidades del siglo XXI. Después de esta crisis, los actores críticos deben de estar en la mesa y completamente integrados en nuestras instituciones para permitir que cooperemos para establecer unos cimientos que permitan un crecimiento vigoroso, equilibrado y sostenible” (5).

Mientras tanto, lo que había sido apenas un acrónimo, los BRICs (Brasil, Rusia, India, China), se consolidó como un bloque de influencia de los emergentes dentro del G20, que se después se institucionalizó como BRICS, sumando a Sudáfrica (6).

Las economías emergentes y en desarrollo deben tener más voz y representación en el seno de las instituciones financieras internacionales“, postularon en el inicio, en alusión directa al desfase entre la antigua estructura de poder interno del FMI y las soluciones que demandaba la crisis (7).

En los años siguientes, el G20 incorporó otros enunciados. Algunos reflejan las preocupaciones que prevalecieron con fuerza en el Norte, como el riesgo de nuevos desbalances globales y la transparencia de los mercados financieros.

Otros reflejan más al mundo en desarrollo, como las inversiones en educación, seguridad social y capacitación laboral o la idea de sustentabilidad aplicada tanto al consumo como a la producción y el medio ambiente. O sea, el desarrollo.

En medio, quedan asuntos claves en los que los países emergentes y las regiones como América Latina pueden poner a prueba la pertinencia de integrar el G20 para dar discusiones y ganarlas. Entre ellos, el comercio, las inversiones y las patentes.

En 2012, en la Cumbre de Los Cabos, México, la región tuvo la oportunidad de dar prioridad a los intereses de la región. Fue una primera experiencia cuyos resultados para América Latina fueron muy debatidos, sobre todo por la posición del anfitrión.

México dio prioridad a la estabilización económica y las reformas estructurales como bases para el crecimiento y el empleo; a la inclusión financiera; y la mejora de la arquitectura financiera internacional. También adhirió a la opinión estadounidense de que la clave de la recuperación económica mundial era ganar competitividad ajustando los déficits fiscales y flexibilizando mercados laborales.

Las posiciones de la región, sin agenda ni estrategia común, se dividieron. Brasil y Argentina, como la mayoría de los emergentes del G20, postularon la necesidad de abandonar las políticas de ajuste y de austeridad y reactivar la demanda global. Finalmente, Los Cabos reflejó más bien esta última postura.

Un avance consistente en favor de los intereses de la región fue el reconocimiento de que, aun en una situación de crisis global, las respuestas deben discriminar también su rol respecto de los desarrollados. Para unos, seguir poniendo en orden sus sistemas financieros; para otros ahondar en las mismas políticas que les habían permitido eludir la crisis y sostener la débil recuperación de la economía mundial.

Y finalmente, la reivindicación del compromiso de finalizar la Ronda de Doha (OMC) de comercio mundial, una meta que el G20 se puso en 2008 y que, pese a la renovada ofensiva de algunos países centrales contra un “proteccionismo” que validaba sus propias barreras, advertía sobre el riesgo de tentarse con acuerdos de libre comercio parciales, en detrimento de un auténtico sistema multilateral.

Tres años más tarde, en la Cumbre de Brisbane (Australia, 2015), fue Argentina la que se llevó una satisfacción de gran valor político para la región, cuando incorporó al debate y a la declaración final un asunto sensible para los países en desarrollo en general: la reestructuración de las deudas soberanas y los fondos buitres.

El G20 saludó “el avance realizado para reforzar los límites a la disciplina y la predictibilidad de los procesos de reestructuración de la deuda soberana”. La decisión en 2016, del nuevo presidente argentino, Mauricio Macri, de llegar a un acuerdo con los fondos buitre esterilizó semejante esfuerzo, pero las cartas quedaron echadas, al menos, para futuras situaciones de su tipo (8).

Buenos Aires 2018, una oportunidad

En 2017, América Latina ha vuelto a la Troika del G20 a través de Argentina (junto con China y Alemania), que acogerá la cumbre de 2018. La región tendrá otra oportunidad inmejorable de poner a prueba la eficiencia del grupo como nueva herramienta de gobernanza que mejore su situación relativa.

Con la economía mundial todavía en recuperación, nuevos elementos se suman al panorama general, y como en 2008 con epicentro en el Norte. Sólo que esta vez son cambios de índole política, enraizados en la crisis global de esta última década.

La Casa Blanca está habitada por un magnate sin experiencia política ni de gestión, salvo la de sus negocios inmobiliarios. El republicano Donald J. Trump comenzó a gobernar la primera potencia económica este año aupado por un electorado que abrazó una consigna central: “Primero, Estados Unidos” (America, First).

Trump y su entorno de la “alt right” coronaron una agenda rupturista. Destacamos aquí su reivindicación del proteccionismo comercial, su salida del Tratado TransPacífico (TTP) y la anunciada renegociación del Tratado de Libre Comercio (TLC o NAFTA) con México y Canadá. En el caso de su vecino del sur, también su proyecto de frenar la inmigración con un muro fronterizo.

Ese giro en la potencia hegemónica americana se emparenta en tiempo, formas y contenidos con varios acontecimientos en sus antiguos aliados europeos: la salida de la UE votada en referéndum por los británicos o Brexit; la consolidación de fuerzas ultranacionalistas europeas y la extendida crisis de representatividad política, desde España a Italia, hasta desembocar en el sismo electoral en Francia, que redujo al mínimo el papel de las fuerzas tradicionales de izquierda y derecha.

La Administración Trump remachó su aislamiento en la Cumbre de Hamburgo del G20, donde siguió excluyéndose en solitario del Acuerdo de París sobre Cambio Climático y forzó al resto a incluir una mención de compromiso sobre el uso de “instrumentos legítimos en defensa del comercio”.

Las agendas del G20 – la de Alemania incluyó migraciones forzadas, terrorismo y las urgencias de África- siempre quedaron condicionadas por la coyuntura. Sin embargo, América Latina tiene pendiente su propia tarea de fondo: establecer una agenda específica que contemple los intereses de la región, que los exponga y que los haga valer dentro de esa gran mesa del G20.

La Cumbre 2018 a realizarce en Argentina ofrecerá un plus, pero si la región quiere hacer valer unos intereses determinados, primero debe ponerse de acuerdo sobre cuáles son y qué estrategia elige para defenderlos.

La Fundación Embajada Abierta, que preside el autor de este artículo, ha reunido este año a distintos protagonistas de la Troika del G20 y a los Sherpas de los tres países latinoamericanos del G20, en un seminario realizado en Buenos Aires. Resultó un ejercicio muy demostrativo de la potencialidad que supone buscar y alcanzar consensos básicos.

En el intercambio surgió enseguida una realidad incontestable. América Latina no es una sola sino muchas, con países con sus modelos políticos, ideológicos y de desarrollo diferenciados, incluso sometidos a cambios como algunos recientes.

Un desafío central es atravesar las circunstancias más diversas sin perder de vista la búsqueda de una gran agenda regional. La creación del Mercosur, hace más de tres décadas, es un ejemplo de cómo Brasil y Argentina lograron acercar posiciones, aun frente al recelo de un Estados Unidos mucho más poderoso que hoy.

¿Cuál puede ser, entonces, el núcleo duro de esa agenda de cara al siglo XXI?

Para empezar, los tres países latinoamericanos del G20 deben multiplicar los esfuerzos de entendimiento en marcha. El Estados Unidos de Trump plantea un desafío no sólo a México. Mañana, esa línea se puede correr más al Sur, y no sólo en lo que hace al comercio y la inmigración: pensamos en seguridad, terrorismo, lucha contra el narcotráfico, explotación de recursos naturales.

Luego, una agenda común latinoamericana debe ampliar el primer círculo de esos tres países miembros del G20 y reflejar un consenso aún más rico, trabajado pacientemente en toda la región. Construir una nueva gobernanza global implica definir y asegurar antes las bases una nueva gobernanza regional.

A su vez, América Latina puede convertirse en vehículo de representación de los países en desarrollo con una visión pragmática y constructiva que permita armonizar las distintas agendas en pugna. Asuntos de agenda como la agricultura, sus mercados y las reglas multilaterales que se le aplican, centrales para los intereses de la región, serán crecientemente globales en un mundo en el que la seguridad alimentaria se ha puesto en juego (9).

La conclusión del acuerdo Mercosur-UE, negociado desde los años 90, parece más cerca después de los recientes cambios políticos en Argentina y Brasil, y así lo reafirmó durante su última visita a la región la canciller alemana, Angela Merkel. Sin embargo, en ese terreno,el G20 debería ser una oportunidad para que la región deje establecido y coordine algo más que el interés de un convenio interregional. No se trata, tampoco aquí, de que ningún acuerdo sea peor que un mal acuerdo.

En estas décadas de multilateralismo, América Latina transformó su estructura comercial, desde México con su experiencia dentro del NAFTA (con Estados Unidos y Canadá, y cuyo futuro se ve amenazado ahora por la Administración Trump) hasta Brasil como nuevo gran exportador de agroindustrial .

Ese cambio, exige también que los países desarrollados pongan a la agricultura y la agroindustria bajo las reglas de la Organización Mundial de Comercio (OMC), como parte a su vez de una condición central de la estabilidad internacional: la seguridad alimentaria, que falta especialmente en el mundo en desarrollo.

El desempleo, un problema que afecta a por lo menos 200 millones en el mundo, casi un tercio de ellos jóvenes, tiene un componente nuevo y global: la veloz digitalización de la economía, que en los 90 empezó con los mercados financieros y hoy alcanza a todos los sectores.

El desafío, como tal, alcanza a países desarrollados y en desarrollo, pero es evidente que el actual desbalance en el flujo de inversiones productivas impedirá a regiones como América Latina responder al problema con la misma capacidad que a otras desarrolladas.

Es una gran oportunidad para que el mundo se dé soluciones globalizadas, pero no para ahondar las brechas, sino para cerrarlas con inversiones adecuadas bajo criterios de economía política, no del poder financiero. Nuestra región necesita dejar establecido eso en la mesa del G20.

Sin esas condiciones, se reeditará la desigualdad que provocaron en el pasado las diversas etapas del proceso de industrialización. Y América Latina no puede reciclarse pasivamente, otra vez, como simple proveedor de materias primas, ni del Norte, ni de Asia.

Lo mismo puede decirse sobre la lucha contra el cambio climático, que por primera vez en más de dos décadas vio confluir los intereses de desarrollados, emergentes y en desarrollo (salvo, ahora, Estados Unidos) en el Acuerdo de París. Es evidente que las responsabilidades y las respuestas deben ser diferenciadas, y eso es muy claro en el impacto que están sufriendo los cultivos y las infraestructuras regionales por violentos fenómenos extremos cada vez más recurrentes.

No hay por qué ser exclusivamente confrontativos. La región puede darse un approach pragmático sin dejar de hacer valer sus aportes. La nueva generación de acuerdos inter regionales de comercio e inversiones, como el Transpacífico (TTP), de incierto futuro sin Estados Unidos, y las negociaciones del Mercosur con la UE han puesto a América Latina en el centro del gran juego.

Para eso, debe revisar sus cartas y ajustar su estrategia. Aunque no se valore lo suficiente, ya hizo inversiones políticas que hoy puede capitalizar, y una de ellas es el instrumento de la CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños), un organismo regional de gran poder político que podría convocar, bajo la coordinación de la troika (México, Brasil, Argentina), a una instancia regional de la que saliera, con un consenso de fuerza envidiable, la agenda que la región quiere imponer en el gran espacio del G20.

Para algunos observadores, los más críticos, el G20 se reduce a un juego en el que los hacedores de las reglas (rule makers) las imponen sin remedio a la mayoría, los que las siguen (rule takers).

También se preguntan, en nombre del multilateralismo tradicional, si este nuevo tipo de organismos de élite arbitrariamente conformados garantizan la eficiencia que reclaman los tiempos de crisis aceleradas. ¿Debe acaso sacrificarse la participación democrática universal en la búsqueda de resultados rápidos?

El orden mundial puesto ahora en cuestión nació del peor escenario: dos guerras mundiales en 25 años. A partir de allí, y pese a la persistencia de graves conflictos armados localizados, el sistema multilateral funcionó. Sin embargo, ese esquema ya no se corresponde con una realidad que hace crujir los sistemas políticos de las mismas potencias que dictaron las reglas.

En ese sentido, el G-20 puede ser un puente en este período de transición hacia un orden nuevo que suponga un sistema de toma mundial de decisiones más equilibrado en lo político y en lo social.

El G-20 es la única instancia en que América latina se encuentra con las grandes potencias y los grandes países emergentes, que representan más de tres cuartas partes de la economía y el comercio globales.

Y, en ese escenario, la región puede protagonizar la creación de nuevas normas para un nuevo orden político y económico global, más estable, democrático y justo.

Citas

(1) John J. Kirton, “El G20, el G8, el G5 y el papel de las potencias en ascenso”, Revista Mexicana de Política Exterior, México, número 94, agosto de 2012.

(2) Declaración de Toronto, Cumbre Económica del G7, 21 de junio de 1988.

(3) The Telegraph, “G20 summit: Nicolas Sarkozy and Angela Merkel demand tough market regulations”, Londres, 1 de abril de 2009.

(4) G20, Declaración de Pittsburgh, EEUU, 2009.

(5) Ídem.

(6) Alicia González, “Los Brics y la gobernanza económica global”, Estudios de Política Exterior, Madrid, número 164, marzo-abril 2015.
(7) BBC Mundo, “Cronología de una crisis”, 2 de septiembre de 2009.

(8) G20, Declaración de Brisbane, Australia, 2014.

(9) Sofía Scaserra, “Impactos de los acuerdos megarregionales en América Latina”.
Fundación Friedrich Ebert, Buenos Aires, número 14, octubre de 2016.

Referencias:

Jorge Arguello“Crisis y oportunidad de una nueva gobernanza global”, Revista El Parlamentario, Buenos Aires, marzo de 2011.

Alejandro Frenkel, “América Latina no es Caperucita Roja”, Revista Nueva Sociedad, México, edición digital, septiembre de 2016.

*Presidente Fundación Embajada Abierta

Ex Embajador de Argentina ante la ONU, Estados Unidos de América y Portugal

Publicado en la revista NUEVA SOCIEDAD, octubre de 2017