Chubut Para Todos

Astronautas Por Miguel Nuñez

…¿Hiciste el cálculo de la distancia que recorriste volando?…

No fue sino hasta un frío mediodía de invierno en París que supe que había cumplido mi sueño de infancia de ser astronauta. La confirmación de esa vocación se presentó en forma temprana. Apenas tenía nueve años la tarde del solsticio de junio de 1969, cuando parado frente al televisor pude ver a Neil Armstrong convertirse en el primer ser humano que pisaba la luna. Como una revelación, comprendí entonces cuál sería irremediablemente mi destino. Esa noche no pude dormir, contemplando a través de la ventana de la habitación un cielo nocturno llovido de estrellas.

“Un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad”. La frase volvió a repicar en mi cabeza aquella jornada de febrero de 2007 durante un almuerzo compartido con Jacques Séguéla, quien fuera publicista y estratega de campaña del presidente François Mitterrand, y mi amigo Eric Calcagno, en su residencia de embajador argentino en Francia. En la sobremesa Séguéla quiso regalarme un ejemplar del libro que acababa de publicar, La Prise de l’Élysée: Les campagnes présidentielles de la V° République. Mientras escribía pacientemente la dedicatoria lanzó la pregunta que hasta entonces había evitado hacerme, sabiendo que la respuesta solo podía dejarme otra vez sin dormir toda la noche.

—Miguel, ¿hiciste el cálculo de la distancia que recorriste volando? —dijo cuando terminó de escribir, mirándome fijamente a los ojos, con el libro todavía entre sus manos.

—¡A quién se le ocurriría repasar semejante inventario! —respondí tratando de desechar el tema de la conversación.

—¡A mí! Hice el recuento: Fueron ochocientos mil kilómetros. Un viaje de ida y vuelta a la luna.

Demasiado influenciado por tantos ejemplos de divagaciones ilustres en la ciudad del faro del mundo, no me sorprendió verlo guardar el libro y extender una hoja en blanco sobre la mesa como si se tratase del mapa de un tesoro. Lápiz en mano comenzó a bosquejar hipotéticas cartografías, a trazar flechas con rutas imaginarias, proyectando destinos inciertos, a lugares sin nombre todavía.

—Desde París a Moscú hay unos dos mil quinientos, a Madrid mil, y a Londres apenas trescientos cincuenta kilómetros —ilustró el experto guía, como quien corre el velo de un misterio jamás revelado.

Mientras hablaba recorría con el lápiz sobre el papel su propio país, su continente, toda Europa, luego Eurasia y Asia, marcando distancias que no alcanzaban a traspasar las fronteras de la Argentina. Para cuando logró conquistar el más lejano Oriente, en mi propio trayecto aún no alcanzaba a cruzar el océano Atlántico.

—Sólo para llegar hasta París y volver a Buenos Aires hay que atravesar veintitrés mil kilómetros. Argentina es el octavo país con mayor extensión en el mundo. Todo el territorio francés no alcanza a cubrir un cuarto de su geografía. Con tantos vuelos, a esta altura, seguramente ya habrás viajado mucho más allá de la luna.

Hubo un instante de silencio. Nos quedamos mirándonos, pero ya no nos veíamos. En un soplo rememoré viajes en todo tipo y toda clase de aparatos voladores. En aviones en medio de tormentas, en aviones en emergencia entre gritos de pánico, en aviones cayendo en picada, en aviones en aterrizajes forzosos, en aviones despistando, en aviones envueltos en humo y en fuego. En ese preciso momento, me vislumbré a bordo de todos los aviones que sobrevuelan el cielo del mundo. Me soñé a mí mismo volando con los brazos extendidos, como si fuera un avión. Y ya no puede resistir el abismo.

—No hice la cuenta ni la pienso hacer nunca, Jacques, porque la verdad, es que no me gusta volar.

—¡Y quién no tiene miedo a volar! Pero eso no quita la verdad. Y la verdad, Miguel, es que nosotros ya somos astronautas.

Atravesé en un taxi Champs – Élysées con el libro entre mis manos, meditando sobre llamar a Grace, mi mujer, y revelarle como había llegado a convertirme en un navegante espacial. Convencido que me reclamaría en asuntos terrenales, preferí dejarlo para más tarde. Pensé entonces en hablar con Martha, tratando de descubrir cuál es la distancia que hay que transitar de regreso a la infancia, y recordé que mi madre no contesta el teléfono a la hora de su siesta. No sé cómo, pero de pronto me encontré solo, parado bajo una recova de la Rue de Rivoli, frente al Jardin des Tuileries, conversando con un desconocido. Imaginé a Grace renegando por tener que salir a caminar conmigo y esa improbable costumbre mía de detenerme en las calles para hablar hasta con las piedras.

—¿De dónde es usted? —me preguntó amablemente el hombre.

—Soy un astronauta argentino. —confesé.

—Ah, de Argentina: ¡Maradona! —respondió el extraño.

—Sí, claro, un barrilete cósmico.

Anoche volví a asomarme por la ventana para echarle un vistazo al cielo nocturno. La luna resplandecía en un firmamento llovido de estrellas, como aquella primera noche del invierno de 1969.

Acaso nuestro destino no sea un lugar tan distante de aquel territorio de nuestras primeras hazañas. Acaso todo lo que siempre hemos anhelado esté ahí nomás, al alcance de nuestras manos. Y la esperanza sea sólo la mirada de un niño que sueña.

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*Miguel Nuñez es periodista. Fue Vocero Presidencial de Néstor Kirchner (2003-2007) y de Cristina Fernández de Kirchner (2007-2009).